22 ago 2013

Entre más que excelente y menos que inútil


Sale de su casa sin azotar la puerta. Sin casi hacer ruido, sin dar señales de molestia. Camina. Los albañiles llenos de mugre le ven el culo. Al menos alguien le ve el culo. Aprieta el paso pero no hay prisa. Se vuelve a relajar. El aire está frío, llueve suavemente, tanto que ni siquiera moja. Entra al mercado. Casi todos los puestos están cerrados menos los de los santeros; el que busca sí. Frustración. Ya puede adivinar el regaño. Regresa lento, más lento. Dejó de lloviznar. Una fracción del cielo se ha despejado y deja de ver desde su base a los volcanes. Que grandes. Tienen hielo en la cima. Cada vez que ve el hielo siente más frío, agradable, excitante. Casi al llegar a su casa ve a un conocida, no quiero saludarla. Es en esos casos que ama ser invisible, cuando se siente cansada, pequeña, fracasada, menos que inútil. Casi siempre es invisible. Entonces baja la cabeza. Lastima ya no podrá seguir viendo los volcanes. Ni modo.

Llega a su casa pero no entra a la estancia. Cruza el patio y sube a la azotea. No es drama. Hay ropa que descolgar. Que delicia estar ahí. Frío, aire, nubes, volcanes, grandeza. Y entonces los ve fijamente, lo blanco hasta perderse, fundirse a la niebla, en la cima, en la gloria.

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