3 may 2006


Todo el maldito día esta tras de mí. Oigo su pesada respiración fétida; su aliento caliente, su humor a lama, enmpaña los cristales.



El golpeteo constante, como yunque de herrero de su bastón milenario, y el chillido de ganso en su cancion moribunda, la delatan por donde quiera que voy.



Va maldiciendo. Toda cosa, toda acción, todo respiro o suspiro, pensamiento, palabra, roce o beso, en fin, todo lo vivo, su gran hocico de caño lo vomita de "¡Inmoralidad!". No existe un sólo recuerdo que no haya escupido, se ha limpiado con toda mi alegría, ha ensuciado toda mi pasión. Su espesa tos, su babosa ira, el moco continúo de estúpidez e ironía la han esparcido por toda la casa.



Ni que decir cuando ábro las ventanas; sus maldiciones se incrementan, el yunque golpea contra el suelo infatigable, azota la puerta, no sale de su cuarto, pero su asquerosa voz no calla. (Para arrancarle a la casa su olor he tenido que dejar las ventanas abiertas para siempre, y tallar las paredes con gemidos destellantes de lujuría, oír música las veinticuatro horas del día, y llenar todos los vasos de caricias). Su voz, (esa cosa que no tiene otro nombre pero que tampoco merece llamarse asi), ese ruído de licuadora, de herrería, de gis contra el pizarrón, ese ruído hecho de todo lo desagradable del mundo, no se calla jamás; está en todas partes, se cuela por todas las cerraduras, camina junto a mí, se sienta en la otra silla, respira en mi espalda, me persigue lo pies, me ve en el espejo. Pero esa no soy yo.



Todas las noches pienso correrla, obligarla a sacar su mugre, sus enfermedades y prejuicios, su amargura y estúpidez de mi casa; pero, entonces, la oigo bajar, sus pies de noche no necesitan bastón, abre la puerta, su rostro es joven de nuevo, se mete en mi cuarto y se hecha sobre mí como un perro herido. Dice cosas dulces, me acaricia los cabellos, canta como ángel, y con toda la ternura que le puede caber a una boca dice que me quiere.



Claro que intento ser dura, echarla, evitar sus manos, sus caricias, deshacerme de esa dulzura repentina que cada noche se vuelve mas insoportable; pero me mira, y si tu vieras sus ojos, la soledad que le brilla en las pupilas, en ese pozo profundo y angustioso que son sus pupilas, verías flotar todo el amor guardado, postergado, toda la sensualidad que se volvió rigidez, toda la miel que se le pudrió en la vida; verías que si quizá, su existencia, el destino que todo lo marca, no la hubiera olvidado, si le hubuera regalado un cuerpo a quien amar, unos labios que beber, ella, no habría muerto sola, en ese inmundo cuarto, con los brazos abiertos esperando esperanza, y los labios y los puños apretados, recibiendo del cielo, en lugar de caricias, un último golpe de decepción.



Fotografía de Javier Silva: Rostro con peces

2 comentarios:

MIRIAM dijo...

Caminaba como siempre, mirando la punta de mis zapatos. Al doblar la esquina, desprevenida como todas las mujeres enamoradas, me encuentro con su texto. Un golpe de vientro frio, una mano ajena en el corazón. Usted que no sabe nada de mi, que quizas nunca me vea; ha conseguido por un azar combinar palabras ciertas y emitir una profecía. Si usted cree en Dios, ruegue para que no sea cierta.

dèbora hadaza dijo...
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